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 La concepción de que el ser humano es corrupto por naturaleza es una idea profundamente arraigada en ciertos enfoques filosóficos y sociopolíticos. Desde esta perspectiva, los individuos, al enfrentarse con oportunidades que les permitan obtener beneficios personales a costa del bien común, tienden a actuar en su propio interés, incluso si esto significa perjudicar a otros. Este comportamiento, enraizado en una supuesta inclinación natural hacia la codicia y el egoísmo, se convierte en un fundamento que explica gran parte de la estructura social y política actual.

Esta visión del ser humano, aunque pesimista, es aprovechada por las élites que controlan los sistemas de poder a nivel global y local. Estas élites, entendiendo la naturaleza corruptible del ser humano, diseñan y manipulan las instituciones y los mecanismos de gobierno para asegurarse de que los representantes públicos—quienes deberían actuar en beneficio del pueblo—sean fácilmente influenciables y maleables. Así, la corrupción se convierte en una herramienta esencial para mantener el control, permitiendo que las élites dirijan las políticas y decisiones hacia la protección y expansión de sus propios intereses, en detrimento del bienestar general.

El concepto de democracia, en su forma ideal, se basa en la igualdad de todos los ciudadanos, donde cada individuo tiene el mismo derecho y poder para influir en las decisiones que afectan a la comunidad. Sin embargo, cuando se observa a través del lente de las taras humanas—como la corrupción, la desigualdad innata de habilidades y conocimientos, y la tendencia a actuar por interés propio—la democracia se presenta como un sistema inherentemente defectuoso. En la práctica, la idea de que todos los hombres y mujeres son iguales en su capacidad para participar en la toma de decisiones es cuestionada, ya que las diferencias en educación, acceso a recursos, y la propia corrupción crean desigualdades significativas en la influencia real que cada ciudadano puede ejercer.

Estas debilidades intrínsecas del sistema democrático son explotadas por una élite corporativa y política que utiliza la corrupción como un mecanismo para manipular y controlar las instituciones democráticas. Las élites, conscientes de que el sistema democrático está diseñado para ser accesible y representativo en teoría, trabajan en las sombras para asegurarse de que, en la práctica, las decisiones y políticas reflejen sus propios intereses. Mediante la financiación de campañas, el control de los medios de comunicación y la influencia sobre los legisladores, estas élites garantizan que el sistema democrático funcione de manera que perpetúe su poder y riqueza, en lugar de servir a las necesidades del pueblo.

Para el ciudadano común, el acto de votar—una de las principales herramientas de la democracia—se convierte en un ritual vacío que crea la ilusión de participación y poder. Sin embargo, este voto es, en muchos casos, un mero trámite simbólico que no altera la realidad del poder. Es comparable a ratones eligiendo a gatos para que les gobiernen; una elección que, por su propia naturaleza, asegura que los intereses de los gobernantes—los gatos—prevalezcan sobre los de los gobernados—los ratones. La estructura del sistema electoral y las opciones disponibles son cuidadosamente controladas por las élites, de modo que, independientemente de quién gane, los resultados siempre favorecen a los que están en el poder.

En el contexto de España, esta percepción de inutilidad y engaño en el acto de votar se agrava aún más debido a la manera en que está diseñado el sistema electoral. Los votantes no eligen directamente a sus representantes, sino que votan por listas de candidatos que han sido preseleccionados y aprobados por los partidos políticos. Esta lista cerrada y bloqueada significa que los representantes electos deben su lealtad, en primer lugar, a los líderes del partido que los seleccionaron, y no a los votantes que supuestamente representan. Este sistema perpetúa un ciclo de lealtad partidista que limita gravemente la independencia y efectividad de los representantes, haciendo que el acto de votar sea, en última instancia, inefectivo como mecanismo de cambio real.

Además, la financiación de la democracia a través de los impuestos impone una carga adicional sobre la sociedad. Los recursos que se destinan a mantener el aparato democrático—que incluye la organización de elecciones, el funcionamiento del parlamento, y otros costos asociados—compiten con las necesidades urgentes de la población, como la sanidad, las infraestructuras y las mejoras en los servicios públicos. Desde esta perspectiva crítica, la democracia se ve no solo como un sistema manipulado para beneficiar a las élites, sino también como un mecanismo que consume recursos que podrían utilizarse de manera más efectiva para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos.

El ejemplo de los países africanos es particularmente revelador en este contexto. En muchas naciones de África, la corrupción es utilizada de manera sistemática para saquear los recursos naturales, con la complicidad o el apoyo directo de potencias extranjeras y empresas multinacionales. En estos países, se elige o se instala a líderes que, en lugar de gobernar para el bienestar de su pueblo, actúan como marionetas de las élites internacionales. A cambio de su cooperación, estos líderes reciben vastas sumas de dinero y el apoyo militar necesario para mantenerse en el poder, mientras que los recursos del país son explotados y la población es sumida en la miseria. Este ciclo de corrupción y saqueo es perpetuado mediante la creación de facciones armadas—warlords—que se aseguran de que ninguna figura emergente pueda desafiar el status quo. La fragmentación y la violencia resultante aseguran que el poder permanezca en manos de aquellos que sirven a los intereses de las élites, tanto locales como extranjeras.

En conclusión, esta visión extendida y crítica de la democracia y la naturaleza humana sugiere que el sistema democrático, lejos de ser un mecanismo de verdadera representación y poder popular, es en realidad un instrumento manipulado por las élites para mantener su control sobre la sociedad. La corrupción, tanto una consecuencia de la naturaleza humana como una herramienta de las élites, asegura que las instituciones democráticas sirvan más a los intereses de unos pocos que al bien común. El ciudadano común, engañado por la ilusión de poder que se le otorga en el acto de votar, participa en un sistema que está diseñado para mantener su subordinación. Mientras tanto, los recursos necesarios para mejorar la vida de la población son desviados hacia el mantenimiento de un sistema que perpetúa la desigualdad y la injusticia.

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